La próxima gran noticia sacra será la canonización de una mujer que se llamó Agnes ­Gonxha Bojaxhiu antes de hacerse llamar Madre Teresa de Calcuta

La futura santa Teresa, con el príncipe Carlos de Inglaterra en 1980 en Calcuta. / ANWAR HUSSEIN (GETTY)

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Enero llega, su vacío: ya pasó la furia del consumo en recuerdo de aquel niño pobre. Ahora, si su padre celestial no lo remedia, la próxima gran noticia sacra será la canonización de una mujer que se llamó Agnes ­Gonxha Bojaxhiu antes de hacerse llamar Madre Teresa de Calcuta. La anunció hace unos días, para celebrar su propio cumple­años, la Santidad Bergoglio, y es probable que se concrete el 4 de septiembre. Su ascenso está, dicen los doctos, entre los más veloces de la historia.

Cada vez hay más santos: entre 6.599 y 19.200, según las fuentes, y en aumento. De tanto en tanto la Iglesia de Roma descansa de sus esfuerzos por exhibir modernidad y retorna a sus fuentes: postula que una persona es capaz de operar ciertas magias que su léxico llama “milagros” y que consisten en deshacer el orden natural y producir efectos sorprendentes. Para que alguien se convierta en santo se necesitan dos, aunque un papa tiene el poder de obviar, por supuesto, cualquier requerimiento. En el caso de la señorita Bojaxhiu, el milagro que terminó de consagrarla fue que, ya muerta, la esposa de un señor en coma le rezó para que lo salvara y el señor se despertó en pleno quirófano, se sorprendió, quiso saber qué estaba haciendo allí. Probada de tal guisa la santidad de la interfecta, sólo falta la ceremonia que la consagre eterna.

Aunque la señorita ya llevaba sus años consagrada: en vida aún, logró erigirse en la Gran Buena. Parece que la función es necesaria: toda comunidad precisa una figura que adore como ejemplo de bondad. La señorita Bojaxhiu la llenó con su silueta adorablemente enclenque y su interés por los desabrigados y sus discursos bruscos.

La señorita, lo sabemos, había nacido en 1910 en Skopje, entonces Albania y ahora Macedonia, pero se hizo famosa en su establecimiento de Calcuta, que fundó en 1950. Yo llegué allí hace más de veinte años, cuando ya era célebre y premio Nobel de la Paz y su corporación recibía dinero y más dinero. Entonces, me sorprendió ver que su centro, tan precario, no era un sanatorio sino un moritorio: sus trabajadores no intentaban curar sino ayudar a bien morir –arreglados, limpitos– a los pobres que recogían en las calles. En esos días, por ejemplo, un hombre que había entrado con una pierna rota no sobrevivió.

–No podemos curarlos. No somos ­médicos. Tenemos un médico que viene dos veces por semana, pero tampoco tenemos equipos ni remedios suficientes. Lo que hacemos es confortarlos, cuidarlos, darles afecto, ofrecerles que se mueran ­dignamente.

Me dijo, entonces, un voluntario. El problema no era económico: la señorita era famosa, recaudaba millones y había abierto cientos de centros en el mundo. Era una decisión: se necesita mucha creencia, mucha ideología, para que tu meta no sea ayudar a vivir sino a morir. Y mucha, también, para cobrar dádivas y pagar elogios a dictadores como Papa Doc Duvalier o Enver Hoxha, y mucha para encabezar campañas contra el aborto y la contracepción con frases que se hicieron célebres: “El aborto es hoy la mayor amenaza para la paz mundial”, dijo al recibir su Nobel, y después, para no dejar dudas: “La contracepción y el aborto son moralmente equivalentes”.

Pero es probable que esa ideología nunca haya quedado tan clara como aquella tarde en un ghetto negro de Washington, cuando el entonces alcalde negro Marion Barry le preguntó si enseñaba a los pobres a aceptar su suerte, y la señorita Bojaxhiu le contestó que la pobreza era un don de su dios: “Hay algo muy bello en ver a los pobres aceptar su suerte, sufrirla como la pasión de Jesucristo. El mundo gana con el sufrimiento de los pobres”, dijo –y eso, ahora, va a ser palabra santa.

Palabra santa